EL TIEMPO AVANZA (II)

Decidimos dirigimos a casa de Tiburcio, el Pastor. Frente a la puerta había un Sr. mayor sentado estratégicamente de espaldas al Sol con la mirada fijada hacía el infinito, pensativo. Lo saludamos, una rápida mirada escrutadora delató que no éramos gente para él conocida. Le preguntamos por Tiburcio y nos dijo que era él.

Me presenté, recordaba con cariño a mi abuelo, al que definió como un hombre de noble, de agradable conversación y buen compañero. Su semblante se volvió enérgico, y su voz firme recordándome al hombre omnipotente al que conocí, capaz de todo, de encender un fuego, de hacer un guiso, de gobernar el pueblo. Llamó a su mujer Consuelo y nos invitaron a pasar. 

Al entrar empecé a recordar cómo era la casa, apenas había cambiado. El denominador común de esa visita siempre era el mismo: todo era mucho más pequeño de lo que recordaba. En el momento que entramos sabíamos que la tarde iba a ser larga. Así fue. Nos contaron historias por momentos melancólicas por momentos alegres. Me parecía haber retrocedido en el tiempo. Volvíamos a una forma de vida abandona a su suerte.

Pregunté por el, para mí, mítico perro Campeón. Aquel can que pensaba nos protegía de todo, de ladrones, de lobos y de algún ser más inexistente, mezcla de mito con aparente realidad (léase "gamusinos") que suele rondar por las cabezas de los niños cuando tienen 6 ó 7 años de edad.

Me interesé por sus hijos. Tiburcio fue claro: "como casi todos, no están hechos para la vida en el pueblo". Su hija vive en Zaragoza y su hijo en Valencia. Hablamos de los habitantes que quedaban, apenas unos 50. En el pueblo no se prestan los servicios básicos tan normales en las ciudades. Doña Consuelo nos contó los intentos de reinsertar algunas familias, salvo un caso, sin éxito. Afirma: "para vivir en un pueblo, tienes que aprender la forma de vida de estos lugares. Debes ser muy autosuficiente, aquí todos los días son iguales. Aparentemente te puede gustar, pero de gustar a vivir cada día del año la diferencia es muy grande".

Después de casi 70 años juntos, allí estaba la feliz pareja, con la muerte al acecho, sólo quieren morir en el mismo momento aunque saben de la imposibilidad de ello. Mantienen su pequeña granja y un trocito de huerta en la vega del río. De ambas cuidan con recelo y son vitales para su subsistencia. Nos despedidos sabiendo que ya no volveremos a vernos. La vida no espera.

Esta gente, mayoritariamente de edad avanzada, de esos pequeños pueblos con riesgo de desaparecer me RECUERDAN a Los Últimos de Filipinas luchando por una España ya rendida. Rendida a una forma de vida olvidada, que a casi nadie importa. Hablamos de lo idílico de estos lugares, a la vez que los abandonamos de manera inmisericorde a su suerte. O quizás, sean consecuencia de que el tiempo avanza y las cosas cambian.

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